jueves, 11 de agosto de 2011



Vida de Leewenhoek
Tarde de primavera de 1679, en Delf, Holanda. Mientras la lluvia cae suavemente sobre el jardín, Anton Van Leeuwenhoek, comerciante de telas local, toma tranquilamente un té y mira interesado una de las tantas muestras que pone bajo sus lentes y la vuelve a examinar. Su hija lo mira y suspira, sin comprender cómo puede su padre perder tal cantidad de tiempo tallando lentes y observando cosas que, aunque son sorprendentes, no dejan de ser solamente divertidas. A Leeuwenhoek no le interesan las teorías ni los grandes descubrimientos. Él no es un filósofo ni un científico. Él es un observador nato, alguien capaz de mirar algo durante una semana seguida antes de empezar siquiera a dibujarlo, sólo para estar seguro de que no cometerá ningún error.
Sin embargo, mientras Leeuwenhoek toma tranquilamente su té, no puede imaginar que en unos breves instantes, una idea aparentemente no importante va a convertirse en uno de los grandes avances de las historia de la ciencia: ¿Cómo se verá una gota de saliva?... Y sin demasiadas esperanzas de encontrar nada, toma una pequeña muestra, la pone bajo la lente y observa. Durante varias horas no hace otra cosa que observar. Finalmente, con los ojos llorosos de tanto mirar, pide a su hija que se acerque. "María. Mira esta gota de saliva. Hay unos animalillos pequeñísimos. Se mueven". Aquella tarde de primavera de 1679, María Van Leeuwenhoek, fue el segundo ser humano que por primera vez en miles de millones de años, observó un microorganismo. ¿De dónde han salido, padre? Claro, esa era la clave. Si todo era correcto, habrían caído del cielo formados a partir de la nada. Así que tomó directamente una muestra de lluvia en un plato limpio de porcelana. Y cuál sería su sorpresa cuando descubrió que el agua estaba limpia. "Así que no caen del cielo".
Muchos científicos de la época vieron en esto una prueba que invalidaba definitivamente la Generación Espontánea. La vida debía surgir necesariamente de la vida. No fue hasta más de 100 años después cuando por fin se lograron tallar unas lentes con la suficiente calidad como para volver a observar una bacteria. Hoy en día, nadie parece recordar el papel fundamental en el desarrollo de la ciencia que tuvo este hombre. Un simple comerciante de telas holandés que apenas sabía leer y escribir, un observador apasionado, la primera persona en ver una bacteria.